De "El Chileno". Diciembre 1998
"Carta de veras abierta al general Pinochet"
por Ariel Dorfman
Créame, general: es lo mejor que le puede
haber pasado. Entiendo que no es agradable que a uno lo detengan sin previo aviso, que no
pueda salir a pasear por las calles de Chelsea cuando le da la gana, que no sepa qué
futuro lo espera. Se lo puede preguntar, sin ir más lejos, a tantos chilenos a los que
usted mismo privó de su libertad en circunstancias harto menos confortables de las que
ofrece una Clínica londinense de cinco estrellas. Pero si tiene miedo, y se siente solo,
y se cree apuñalado por la espalda, general, piense que el destino le ha deparado en las
postrimerías de su vida una oportunidad providencial para salvar su alma. Desde el golpe
de 1973 viene usted viviendo un engaño, una autojustificación minuciosa y esquiva de su
conducta que fue construyendo precisamente a partir de la muerte intolerable y acusadora
de Salvador Allende, el hombre que lo nombró en su cargo y al que usted traicionó. A esa
primera traición le siguieron otras, una inevitable avalancha, en realidad, porque el
primer gran crimen siempre necesita taparse con más crímenes; los dictadores aspiran al
poder total para ampararse de los demonios que han desencadenado. Con tal de acallar sus
fantasmas, exigen que se levante en torno suyo un muro de espejos halagüeños y
consejeros zalameros que le aseguren que sí, tú eres el más bello y el más bueno, tú
eres el que más sabe. Y usted terminó creyéndoselo, general. Se defendió de lo que
había hecho, de lo que estaba haciendo, con la muralla aislante de su invulnerabilidad,
que jamás nadie le pediría cuentas, que había una ley para usted y otra ley para el
resto de sus conciudadanos, y cuando el pueblo de Chile lo rechazó en 1988 y lo forzó a
dejar la presidencia en 1990, fue capaz de atrapar con increíble astucia al país entero
en una transición donde usted jamás tendría que responder porninguno de sus dichos ni
hechos, una transición en que usted era el único verdaderamente libre para decir y hacer
lo que le daba la gana, salirse demadre, como usted mismo lo reiteraba en forma socarrona,
mientras sus compatriotas siempre tenían que cuidar su lengua y su lenguaje. Nosotros no
podíamos, en esa transición pactada y necesaria, dejarnosllevar por nuestras emociones,
no fuera usted a patear el tablero porque no le gustaba nuestra última movida, un jaque
al que no teníamos derecho. De hecho, general, pensó que podía seguir poseyendo la
inviolabilidad de un dictador en pleno proceso democrático. Y confundió su país con el
mundo. Pensó que podía viajar a Inglaterra, nación proclamada por usted como el colmo y
la cima de la civilización; pensó que podría pasearse por el Thames como si fuera el
Mapocho; pensó que los ingleses tenían que respetar y acatar los pactos y reglas y
pleitesías de Chile como si fueran propios. Es doblemente dulce pensar que usted se
atrapó a sí mismo, general, que fue la misma soberanía con que gobernó la que terminó
cegándolo y perdiéndolo, la ilusión de que siempre iba a poder imponer su voluntad a
los demás, garantizando que en su aislamiento usted nunca iba a tener que mirar ni de
cerca ni de lejos el dolor que le ha causado a sus semejantes. Por eso esta detención es
tan saludable para usted. Para el país también, por cierto, porque nos fuerza a mirarnos
las caras, pone a prueba nuestra democracia, su fortaleza, su posible precariedad;
finalmente nos lleva a confrontar las necesidades de resolver pronto esta compleja,
ambigua yeterna transición que usted ha limitado con su constante sombra y presencia.
Quiero que sepa, general, que no creo en la pena de muerte. En lo que sí creo es en la
redención humana. Incluso en la suya, general. Por eso, lo que desde hace 25 años he
deseado que le pasara - lo que todavía me cuesta creer que pueda estar a punto de
suceder- es que alguna vez antes de su muerte tuviera que mirar con sus ojos azules a los
ojos oscuros y claros de las mujeres cuyos hijos y maridos y padres y hermanos usted hizo
desaparecer, una mujer y luego otra mujer; yo quise que ellas tuvieran la oportunidad de
contarle a usted cómo sus vidas fueron fracturadas y avasalladas por una orden que usted
dio o por la acción de la policía secreta que usted no quiso refrenar. Me he preguntado
qué le pasaría si se viera forzado a escuchar día tras día las múltiples historias de
sus víctimas y tuviera que reconocer su existencia. Usted que cree en Dios, general,
considere la bendición que su Señor sabio y compasivo y severo le ha mandado al final de
sus días: la posibilidad de que se arrepienta. De que penetre en el círculo terrible de
sus crímenes y pida perdón y nos cuente dónde están nuestros muertos. ¿Sabe algo, don
Augusto? A mí personalmente me bastaría con eso. Sería castigo suficiente, y piense
qué gran contribución a ese país que usted tanto ama: podría ayudar a que nuestra
patria compartida dé otro paso más en la dura tarea de la reconciliación, que sólo es
posible si se acepta la verdad terrible de lo que nos ha pasado, si usted participa en la
búsqueda dolorosa de esa verdad sin mentirse ni mentirnos. Recuerde lo que la historia y
la religión y también la literatura nos enseña: lo mejor que le puede ocurrir a un
criminal es que lo capturen, porque en el encierro solitario, sin las defensas habituales
con que encubre su pasado, puede a veces abrirse dentro del preso la ventana mínima de
una posible redención. No creo que usted lea estas palabras ni tampoco las atienda. No
creo que renuncie voluntariamente a una inmunidad que no tiene ni tampoco a la impunidad
que siempre creyó tener. No creo que ahora que está cautivo su cuerpo pueda encontrar el
rumbo espiritual para actuar como un hombre de veras libre, pueda descartar su miedo y
comprender el enigma de su vida, pueda verse como lo ve la inmensa mayoría de la
humanidad y entienda por qué lo queremos exorcizar. A usted y a tantos otros tiranos de
este siglo que termina. Nunca es tarde, general.
Ariel Dorfman es escritor chileno, autor de "Rumbo al Sur" y "Deseando
el Norte"
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